Es domingo, día en el que tiendo a ser británico, puntual como cualquier reloj atinado. Me despierto con el informativo de la cadena SER porque de este modo siento que todo empieza de cero desde la activación. La voz de la locutora ha abierto mis ojos con una frase que resume muy bien la actitud de BCN versus Barcelona, la marca contra la realidad: los servicios de limpieza han dejado el centro de la ciudad como si nada hubiera pasado. Estaba demasiado aturdido como para sentir escalofríos, pero esas palabras han activado mi recuerdo a Karl Kraus y el gusto por la precisión en el lenguaje, y así ha sido porque en tan poco se mostraba la impostura de un tiempo y un lugar.
Las elecciones del pasado domingo han alterado el panorama político del país. Nos gusta, porque la épica de la actualidad lo exige, que algo rimbombante penetre en las mentes, se perfila como necesario por el gusto contemporáneo a comentar cualquier cosa para provocar el alzamiento de los pulgares. Esa triste realidad no oculta la auténtica, la basada en lo que acaece en la superficie.
La preocupación de la clase dirigente estribó en dos frentes. En Cataluña lo que se ha vendido como victoria soberanista exhibe dos lacras duras de digerir para los supuestos próceres apoyados por el pueblo: Convergència i Unió ha sacado un resultado paupérrimo y ERC ha ganado porque la CUP no se presentó. Esta última afirmación es más discutible, pero la primera debió poner de mala leche a nuestro alcalde Xavier Trías, pues a primera mañana del lunes 26 Can Vies empezó a ser fuente de incesantes noticias, inaugurando la serie el desalojo y la cruel acción de la excavadora contra algo que se juzgaba antisistema, un centro que con diecisiete años de existencia cohesionaba actividades para la juventud del barrio de Sants, un espacio importante que ha excedido su trascendencia por ser la gota que colma el vaso.
De repente llegó el cataclismo, y lo hizo en la semana de la leve condena a Millet, un contraste que es símbolo y metáfora. Hay gotas que colman vasos y en esta parte del mundo toda la cháchara independentista, legítima porque es digno discutir del tema ante el descontento generalizado, ha borrado de un plumazo para los medios al 15m catalán y la maldad gubernamental de recortes sanitarios y educativos. Por eso no me extrañó ver que las calles ardían, como tampoco me pareció sorprendente que en la televisión pública catalana se debatiera el tema en medio de una fuerte crispación donde se hablaba de vándalos, sólo faltaban suevos y alanos, en contraposición con los mossos, fuerzas del orden que, según los tertulianos de turno, cumplían con su deber.
A estos señores encorbatados hay que dejarles claras dos cosas. Una se centra en que el incremento de la desigualdad social puede generar episodios como los vividos en estos últimos días de mayo. El segundo punto estriba en que es muy fácil decir que los que queman contenedores son estereotipos fascistas desde la justificación del monopolio de la violencia por parte del poder. Mediante este argumento se intenta crear una opinión deleznable porque exime de crimen la barbarie corrupta y cínica que la crisis ha sacado de las cloacas del palacio.
La indignación ciudadana en Barcelona también surge de un profundo descontento por el modelo de ciudad que los políticos, desde la última legislatura de Maragall hasta hoy en día, han montado de acuerdo a una serie de intereses privados que tienen su apoteosis en el turismo, del que volveremos a hablar dentro de unos párrafos. Por ahora cabe decir que el modus operandi en Can Vies fue lamentable por autoritario y desafortunado en la gestión de los tiempos, como si la gente fuera estúpida y derribar un edificio con valor colectivo el día después de un fracaso en las urnas fuera algo atinado.

Este sábado la manifestación que recorrió el centro de la ciudad fue pacífica hasta que lo previsible se produjo, no hay más. Ver a los mossos con máscaras antigas y protegiendo la Rambla, que ya no es paseable para el barcelonés, para el bien del turista fue la última bala mortífera de un revólver que terminó rodeando a un centenar de personas mientras se apartaba a los periodistas y el zumbido de un helicóptero complementaba su control con luces que enfocaban a los vecinos protestando. Alguna grieta habrá en esas cazuelas disconformes, ensordecedoras y certeras.

En Al Aire Libre, mi último poemario, hablo de urbe de Messí y Gaudí, como si lo demás no importara. También está el templo de la manzana de Plaza Cataluña y todo el postureo que invade calles y escaparates, conocimiento de trivial pursuit y grandes dosis de hipocresía, a raudales, infames y proclives a dibujar un mapa átono donde, sin ir más lejos, el Primavera Sound sería un ángel enfrentado a la Primavera de Sants, agria y reivindicativa de un hartazgo que va más allá de la excavadora con flores.
Joan Maragall escribió su Ciutat del perdó para La Veu de Catalunya para pedir que se perdonara la vida a Francesc Ferrer i Guàrdia, condenado por la Semana Trágica, cabeza de turco perfecto para unas instituciones que no toleraban su progreso pedagógico y sus ideales libertarios, y entiéndase la palabra desde su doble vertiente. En el mismo texto, culminación de una serie, se hablaba de la grave responsabilidad de la burguesía en lo acontecido durante ese julio incendiario, clamando por un equilibrio entre ricos y pobres, entre mandamases y malqueridos. El texto fue censurado porque Enric Prat de la Riba, director del periódico y futuro presidente de la Mancomunitat, y Antonio Maura, presidente del consejo de ministros de Alfonso XII, así lo decidieron. No se publicó hasta 1932, durante la Segunda República.